“A los militares no hay que confiarles ni un saco de alacranes”, decía Julio cuando ya todos nos habíamos convencido de que debíamos votar por Gutiérrez. El movimiento indígena lo respaldaba y ésa era una garantía.
No, decía Julio, levantando los tres dedos que le quedaban en su mano derecha y como recordándonos que los militares chilenos lo habían torturado: “No. A los militares no hay que confiarles ni un saco de alacranes”
Lo de su militancia como defensor de los derechos de las personas es muy conocida, su labor en la CONAIE, su acompañamiento a Monseñor Leonidas Proaño, su trabajo de sindicalista minero en Chile, su detención y exilio en el Ecuador, el trabajo con las comunidades indígenas que tienen proyectos con el FEPP, entre muchas otras acciones de Julio.
Ahora queremos recordarle por otras cosas, por aquellas que pudimos mirar los vecinos del barrio, las cosas que vivimos en una esquina de uno de los últimos barrios tradicionales de Quito. Julio era cascarrabias, no lo ocultaba; se enojaba fuertemente frente a lo que consideraba injusto o se alejaba de sus objetivos; pero también era capaz de una profunda ternura y cariño.
"Manchas", el perro de la vecindad, perro casi callejero, quizá era el que mejor sabía de su carácter. Era el perro regañado cuando había público, pero varias veces lo encontramos jugando con él. “es que este huevón se deja querer”, decía, como justificando su cariño.
No había apuro que no pueda esperar cuando nos encontrábamos con Julio a la salida de la casa o en el jardín de la calle Salazar, que había acogido como propio, pues iniciaba una conversación que no paraba nunca: hablábamos de política, del barrio, de Chile, de Monseñor Proaño y de sus plantas, de los robos del toronjil. “Esta gente es huevona, se llevan la mata de toronjil. ¿Por qué no esperan que crezca para que se lleven solo unas hojitas para hacer sus aguas, y así sirve para todos?", decía Julio cuando desaparecía cada planta que sembraba. Hoy la última planta de toronjil que sembró está ya grande. Alguien de vez en cuando se lleva “unas hojitas para hacer sus aguas”.
Emprendedor solitario de proyectos locos, como aquel de controlar la velocidad de los autos que manejan los “niñitos bien” de la SEK de Guápulo, que habían convertido la calle en autopista. Julio construyó un rompe velocidades, todo feo, más angosto y alto de lo reglamentado; trajo a la televisión para contarles por qué lo construyó, se peleó con el socialcristiano que vive en la esquina, que argumentaba que eso iba a dañar sus autos y finalmente el montículo quedó ahí, y está ahí, protegiendo a los niños que juegan en la calle con sus bicicletas o a quienes bajan apurados por las gradas de la Salazar y cruzan la calle sin mirar. Los niñitos bien de la SEK dejaron de correr, pero se han instalado en la esquina, a la sombra del toronjil, para beber. ¡Cómo nos hace falta Julio en el barrio!
Muchas veces Julio cuestionó nuestro trabajo como defensores de derechos humanos; no le gustaba nuestra lentitud, exigía acciones más prácticas, más directas, que busquen la justicia sin tanta burocracia. La indignación de Julio ahora es también nuestra.
Hoy cumplimos dos años de su muerte y no hemos podido hacer nada. Su caso duerme en la Fiscalía y ni siquiera su muerte ha sido tipificada como delito. Pero también, al cumplir dos años de su muerte, queremos ratificar nuestro compromiso de buscar justicia, más allá que su caso sea o deje de ser noticia; ratificamos nuestro compromiso porque fue un defensor, compañero de muchas causas justas y un amigo que solía decir verdades, aunque duelan.
Luis Ángel Saavedra,
Presidente de INREDH.
Abril 19 de 2007.
No, decía Julio, levantando los tres dedos que le quedaban en su mano derecha y como recordándonos que los militares chilenos lo habían torturado: “No. A los militares no hay que confiarles ni un saco de alacranes”
Lo de su militancia como defensor de los derechos de las personas es muy conocida, su labor en la CONAIE, su acompañamiento a Monseñor Leonidas Proaño, su trabajo de sindicalista minero en Chile, su detención y exilio en el Ecuador, el trabajo con las comunidades indígenas que tienen proyectos con el FEPP, entre muchas otras acciones de Julio.
Ahora queremos recordarle por otras cosas, por aquellas que pudimos mirar los vecinos del barrio, las cosas que vivimos en una esquina de uno de los últimos barrios tradicionales de Quito. Julio era cascarrabias, no lo ocultaba; se enojaba fuertemente frente a lo que consideraba injusto o se alejaba de sus objetivos; pero también era capaz de una profunda ternura y cariño.
"Manchas", el perro de la vecindad, perro casi callejero, quizá era el que mejor sabía de su carácter. Era el perro regañado cuando había público, pero varias veces lo encontramos jugando con él. “es que este huevón se deja querer”, decía, como justificando su cariño.
No había apuro que no pueda esperar cuando nos encontrábamos con Julio a la salida de la casa o en el jardín de la calle Salazar, que había acogido como propio, pues iniciaba una conversación que no paraba nunca: hablábamos de política, del barrio, de Chile, de Monseñor Proaño y de sus plantas, de los robos del toronjil. “Esta gente es huevona, se llevan la mata de toronjil. ¿Por qué no esperan que crezca para que se lleven solo unas hojitas para hacer sus aguas, y así sirve para todos?", decía Julio cuando desaparecía cada planta que sembraba. Hoy la última planta de toronjil que sembró está ya grande. Alguien de vez en cuando se lleva “unas hojitas para hacer sus aguas”.
Emprendedor solitario de proyectos locos, como aquel de controlar la velocidad de los autos que manejan los “niñitos bien” de la SEK de Guápulo, que habían convertido la calle en autopista. Julio construyó un rompe velocidades, todo feo, más angosto y alto de lo reglamentado; trajo a la televisión para contarles por qué lo construyó, se peleó con el socialcristiano que vive en la esquina, que argumentaba que eso iba a dañar sus autos y finalmente el montículo quedó ahí, y está ahí, protegiendo a los niños que juegan en la calle con sus bicicletas o a quienes bajan apurados por las gradas de la Salazar y cruzan la calle sin mirar. Los niñitos bien de la SEK dejaron de correr, pero se han instalado en la esquina, a la sombra del toronjil, para beber. ¡Cómo nos hace falta Julio en el barrio!
Muchas veces Julio cuestionó nuestro trabajo como defensores de derechos humanos; no le gustaba nuestra lentitud, exigía acciones más prácticas, más directas, que busquen la justicia sin tanta burocracia. La indignación de Julio ahora es también nuestra.
Hoy cumplimos dos años de su muerte y no hemos podido hacer nada. Su caso duerme en la Fiscalía y ni siquiera su muerte ha sido tipificada como delito. Pero también, al cumplir dos años de su muerte, queremos ratificar nuestro compromiso de buscar justicia, más allá que su caso sea o deje de ser noticia; ratificamos nuestro compromiso porque fue un defensor, compañero de muchas causas justas y un amigo que solía decir verdades, aunque duelan.
Luis Ángel Saavedra,
Presidente de INREDH.
Abril 19 de 2007.