Por Leonardo Salazar Moya
La verdad, nunca hubo tiempo para las despedidas y esta carta, escrita en medio del bombardeo de noticias, confundida con los gases asfixiantes, tampoco es un epílogo.
Porque no existen los adioses, ni existen los finales trágicos o dramáticos, cuando de alegría se trata (y tu vida ha sido la alegría).
Tampoco existe la cadena, ni la mordaza, ni la fusta cuando de libertad se habla (y tu vida ha sido libertad).
Ni siquiera existe el discurso pomposo, la hostia desabrida o el crucifijo de bronce sobre la caja de madera, cuando el espíritu ilumina (y tu vida ha sido luz para los otros).
No tiene relevancia el parte oficial de tu deceso, o el certificado que chorrea tecnicismos, cuando sigues vivo en la memoria, tan vivo como un pájaro, o si quieres, sigues vivo como un árbol, como un pez, como una sílaba, como un poema.
Sigues vivo en las paredes rayadas con tu nombre. Estás vivo como un puño, como un pueblo.
Sigues vivo como un niño con su juego, estás vivo como un hombre, como un río.
Sigues vivo en una canción de Silvio, en un poema de Pablo, sigues vivo.
Supuse que este momento vendría de manera apresurada, y para esas conjeturas no he necesitado de adivinos ni pitonisas, tampoco de profecías o contraprofecías. Era simple. En una esquina cualquiera, en medio de una huelga, encabezando una marcha, organizando un sindicato, rayando un muro, panfleteando un callejón o migueleando una calle, llegaría el balazo certero o el gas homicida para atraparte los hombros, para romperte el tobillo, para cortar los tendones o beberte la sangre.
Es cierto. Sucedió el 19 de abril, porque todo debe tener una fecha establecida. Pero pudo acontecer un 20 de mayo del 77, portando un fusil sandinista. O pudo suceder un día de octubre, cuando la granada te voló los dedos o el 74, formando parte de la resistencia contra el fascismo en Chile.
Aconteció en Quito, pero pudo ser en Lima, en Managua, en Laos o Arequipa. No importa dónde fuera, porque eres parte de todos los sitios, y en cualquier lugar del mundo pueden descansar para siempre los huesos de un revolucionario.
Sin embargo, es incuestionable la forma en que debías caer. Dicen los periódicos que rescataste a un mocosito de en medio del humo, de la angustia constante y la represión desatada. No dudaron tus manos ni tu cuerpo para ayudar al pequeño.
Supuse que este momento vendría de manera apresurada, y para esas conjeturas no he necesitado de adivinos ni pitonisas, tampoco de profecías o contraprofecías. Era simple. En una esquina cualquiera, en medio de una huelga, encabezando una marcha, organizando un sindicato, rayando un muro, panfleteando un callejón o migueleando una calle, llegaría el balazo certero o el gas homicida para atraparte los hombros, para romperte el tobillo, para cortar los tendones o beberte la sangre.
Es cierto. Sucedió el 19 de abril, porque todo debe tener una fecha establecida. Pero pudo acontecer un 20 de mayo del 77, portando un fusil sandinista. O pudo suceder un día de octubre, cuando la granada te voló los dedos o el 74, formando parte de la resistencia contra el fascismo en Chile.
Aconteció en Quito, pero pudo ser en Lima, en Managua, en Laos o Arequipa. No importa dónde fuera, porque eres parte de todos los sitios, y en cualquier lugar del mundo pueden descansar para siempre los huesos de un revolucionario.
Sin embargo, es incuestionable la forma en que debías caer. Dicen los periódicos que rescataste a un mocosito de en medio del humo, de la angustia constante y la represión desatada. No dudaron tus manos ni tu cuerpo para ayudar al pequeño.
Lo demás, es parte de la fría estadística: “Un hombre muerto en Quito en las manifestaciones producto de un paro cardiorespiratorio”.
Parece fácil escribir los hechos, pero estos días no han sido fáciles. Supongo que en el momento definitivo apretaste los dientes y empuñaste los dos dedos de la mano cercenada. Parece que caíste de espaldas, con los ojos abiertos mirando para siempre el cielo estrellado, en medio del mundo que debía ser para todos.
Gracias, compañero Julio.
Gracias por tu vida, que es un verdadero homenaje a la dignidad y consecuencia.
Gracias, compañero Julio.
Gracias por tu vida, que es un verdadero homenaje a la dignidad y consecuencia.
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